El otro día entré en la sala de profes y me encontré unas pulseritas rojas, que no me estaban destinadas, con el siguiente lema:
"Me gusta ser docente, me gusta enseñar"
Se trata del lema principal ("somos docentes, nos gusta serlo") de una campaña que ha sacado la Federación de Enseñanza de Comisiones Obreras, apoyada en un manifiesto, que admite:
Enseñar ha sido siempre una tarea compleja. (...)
Las exigencias y responsabilidades de la escuela han aumentado. El papel del profesor ha cambiado. No basta con transmitir conocimientos y hacerlo bien y para todos. Hemos de mediar entre el conocimiento y el alumno, promover valores, y a la vez, ser expertos en un sinfín de cosas (...)
Por encima de la tentación de jugar con docente y enseñar, que se prestan mucho, yo, para poder estar de acuerdo, tendría que modificar el lema. Porque formulado como está, parece que sigue rezando en el librillo del maestrillo: "enseñar", "no basta con transmitir, hay que mediar...".
Efectivamente, "el papel del profesor ha cambiado". Pero, además de declararlo solemnemente, ¿hasta dónde nos lo creemos y estamos dispuestos a admitirlo en nuestra propia práctica? Encuentro muy difícil, y lo digo por mí, luchar contra las inercias que vestimos de experiencias decantadas, cuando en tantos casos no son más que comodidad y ese cinismo vago del estar de vuelta antes de haber llegado.
Ahí, en la sala de profesores, vi claro que la revolución necesaria en los tiempos que corren es el rejuvenecimiento de la profesión, su desinhibición y su humildad; la recuperación de la curiosidad como condición indispensable del conocimiento y por lo tanto del ejercicio docente: aprender más que enseñar, o, en todo caso -decencia ante todo- aprender para enseñar:
"Me gusta ser docente, me gusta aprender"
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