16 mar 2015

"Vamos", dijo el Alférez

[Este texto tiene algunos años, pero me apetecía colgarlo aquí hoy]

Este verano he estado de vacaciones en una biblioteca. O, mejor dicho, en unos libros. He procurado huir lo más lejos posible.

Me he ido lejos a buscar la variedad necesaria para el alimento del espíritu. Y me he acercado a ella en los libros viejos, escritos por quienes, como yo, se aburrían pronto de todo y, sin embargo, sentían también una curiosidad obsesiva e indiscriminada; por aquellos que despreciaban quizás un poco fatuamente las novelas, esas "patrañas o consejas propias de brasero en tiempo de frío, que en suma vienen a ser unas bien compuestas fábulas, unas artificiosas mentiras"; ellos que confesaban que "todos cuantos escriben en todo género de facultades son cornejas vestidas de ajenas plumas", aquellos que ya entonces sentían el moderno hastío bibliográfico, la imposible tarea de la literatura y de todo cuanto pueda escribirse con palabras, su gloria y su fracaso:
"Que no hay fin de componer muchos libros. Esto es porque ya que las materias en general sean escritas, de cada una de las cosas que a las materias principales se allegan, se podría hacer un libro por sí; y no solamente de las circunstancias, mas aun no se dará sentencia ni proposición de libro escrito de la cual no se pueda hacer un libro cumplido ... Porque el ánima del hombre es de tanta capacidad que así como es capaz de gozar de Dios, así es hábil para trascender y subir en el conocimiento a más alto grado de lo que por solos los libros pudo aprender, y no sólo los libros no le impidieron la habilidad de investigar algo por sí, mas ellos le dieron materia y argumento para inventar cosas que ninguno escribió", como dijo el maestro Alejo Venegas.

Y así he venido a veranear en libros que no se contentan con contar una historia, sino muchas y diversas; y que no se contentan con la historia y quien la cuenta, sino que buscan al lector para meterlo en el libro también, y participar así de sus alabanzas o de sus críticas, de sus reservas o de su credulidad, de su ignorancia o de su ciencia, y aplicar todo ello a las historias simples y eternas de amores y engaños que se hubiesen podido contar solas. El autor sabe que, como dijo el Sabio, nada hay nuevo bajo el sol, y menos en historias para contar; pero se niega a aburrir y al aburrimiento, y por ese miedo se niega también a figurar como único responsable de la verdad o de la mentira que cuenta, y se finge personaje entre personajes. Y dialoga con ellos y ante ellos se justifica y justifica su narración. El diálogo se convierte así en inseparable soporte de la narración de historias.
"Seáis, señores, todos bien venidos, que cierto os deseaba, pues aunque nunca estoy menos ocioso que cuando solo, todavía son los coloquios amables mucho, aprendiéndose en ellos más que en los libros más eruditos, puesto que si a éstos preguntáis algo, nada os dicen ni responden, no siendo así con los otros, donde con demandas y respuestas se alcanza lo que se pretende, siendo las palabras como escaleras, que ligando unas con otras se llega a la altura deseada", decía el astuto Cristóbal Suárez de Figueroa ¡en un libro!

Se trata de un diálogo cargado de erudición o de silogismos, destinados una y otros a convencer al lector de la veracidad de lo que se lee, aunque esto sea lo más inaudito y extraordinario, lo más increíble y fabuloso, cosas sorprendentes que jamás se han visto y que causan "admiración, mas no incredulidad, porque otras cosas más admirables han sucedido en el mundo", como dice el personaje de Antonio de Eslava. Porque la historia, decía don Cristóbal, "no ha de ser simple ni desnuda, sino mañosa y vestida de sentencias, documentos y todo lo demás que puede ministrar la prudente filosofía". Figúrense ustedes: Ciencia, Filosofía, Historia, Erudición; la Realidad, en fin, para justificar la ficción, la mentira. Una junta de enviciados devoradores de letras trata de decidir dónde fijar la linde. El lector y su exiguo mundo de certezas sosteniendo los amplios dominios de la impostura y la imaginación. Aquí vanguardias.

Claro que Cervantes lo hizo de otra manera, y lo hizo mucho mejor y más definitivamente. En silencio, sin estridencias ni cascotes, hizo estallar demarcaciones y fronteras. Ya no hay quiénes hablen alrededor; y, cuando alguno se deja caer, no sabe nunca con certeza dónde situarse. La historia se cuenta sola, o la cuenta él, o la cuentan muchos a la vez, contradiciéndose. Son los propios personajes de la historia quienes dudan de sí mismos, de lo que les sucede y del mundo al que pertenecen, si el de la verdad, si el de la mentira. Pero ¿acaso hay verdad y mentira?

Pocos espacios tan abiertos como el Coloquio de los perros. Dice Berganza: "Cipión, hermano, óigote hablar y sé que hablo y no puedo creerlo, por parecerme que el hablar nosotros pasa de los términos de la Naturaleza". Los dos amigos tratan ellos mismos de justificarse con su renqueante erudición, y dijo Cipión:
"Pero sea lo que fuere, nosotros hablamos, sea portento o no; que lo que el cielo tiene ordenado que suceda no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir, y así no hay para qué ponernos a disputar nosotros cómo o por qué hablamos; mejor será que este buen día o buena noche la metamos en nuestra casa, y pues la tenemos tan buena en estas esteras y no sabemos cuánto durará nuestra ventura, sepamos aprovecharnos de ella y hablemos toda esta noche, sin dar lugar al sueño que nos impida este gusto, de mí por largos tiempos deseado". 
El coloquio lo compuso el fatuo alférez Campuzano una mañana, en el hospital donde sudaba unas bubas vergonzantes, con los recuerdos de una conversación entreoída a través de la fiebre y de la noche; el hambriento alférez se lo da a leer a su amigo, el licenciado Peralta, a cambio de una comida; lo leemos, con el licenciado, mientras aquél duerme su siesta:
"El acabar el Coloquio el Licenciado y el despertar del Alférez fue todo a un tiempo, y el Licenciado dijo:
--Aunque este coloquio sea fingido y nunca haya pasado, paréceme que está tan bien compuesto que puede el señor Alférez pasar adelante con el segundo.
--Con ese parecer --respondió el Alférez-- me animaré y dispondré a escribirle, sin ponerme en más disputas con vuesa merced si hablaron los perros o no.
A lo que dijo el Licenciado:
--Señor Alférez, no volvamos más a esa disputa. Yo alcanzo el artificio del Coloquio y la invención y basta. Vámonos al espolón a recrear los ojos del cuerpo, pues ya he recreado los del entendimiento.
--Vamos --dijo el Alférez.
Y con esto se fueron"