Hoy 17 de marzo, Italia celebra el 150 aniversario de su historia como estado. Sólo quince décadas: Italia, siendo tan antigua, es sólo una quinceañera, una "minorenne", como dice Benigni.
Como homenaje personal a este país que tanto me enseña, he querido empezar con esta canción tan hermosa de Lucilla Gallezzi: Voglio una casa, una excelente metáfora para estos momentos.
Los que llevamos tantos años por el mundo sabemos que hay cosas que pasan siempre de la misma manera, aunque siempre sean nuevas; sabemos que en el ritual de vivir un país más allá del decálogo turístico de monumentos, museos, enclaves o ciudades, en el baño social que implica encontrar una casa, aprenderte un camino, encontrar dónde colocar cada detalle de tu rutina, se pasa por unas etapas que se suceden siempre con precisión aritmética, pero que no por ello dejamos de experimentar cada vez en cada país como novedades, como experiencias determinantes, como aprendizaje.
Yo estoy pasando por una de esas etapas: lo sé, la conozco; sé que es pronto para decir nada, que por muy sorprendente que puedan ser algunas cosas para mí en estos momentos, probablemente y para mí misma no dejarán de ser una verdad de Pero Grullo dentro de poco tiempo.
Resulta que este país tan rematadamente viejo, tan rematadamente antiguo, tan en el origen de todos nosotros, tan nuestro abuelo, es el más joven de los que nos rodean. Ésa y sus miles de otras contradicciones son sin duda la raíz de su encanto y de la atracción que ejerce y el desconcierto que provoca. En las calles cacas de perro y altares a la Virgen ante los que la gente se santigua al pasar (con el perro); monumentos funerarios en las esquinas y en las farolas, dedicados no se sabe si al pobre peatón arrollado por la moto o al pobre motero víctima de una estética; declaraciones de amor desesperado escritas en los contenedores del papel rebosantes de vidrios y latas y más cacas de perro; la sumisión a la estética y el espectáculo de lo bajuno y soez; el barbone tirado en la acera cerca del plato con comida de gatos que un alma caritativa ha dejado debajo de un coche (también en la acera); la mano que saluda al Papa y le toca el culo a las niñas; el país que inventó el desaliño milimetrado, las gafas de sol descomunales y el cinturón para lucir el calzoncillo; el país que le puso tacón a las deportivas, el país que ha sabido hacer categoría estética del desconchón y de la ruina; el país que supo vender cocina de lujo con los más humildes ingredientes; el país de los más modernos postrado ante el televisor y paralizado durante el Festival de San Remo; un país unido en la pasta asciuta y en el culto a la mamma, siempre a la última y siempre igual a sí mismo. Y podríamos seguir, cada uno añadiendo la suya.
En la fase de adaptación en la que me encuentro, a medida que vas conociendo el país y su lengua, vas intentando explicarte el uno por la otra o al revés. Es un ejercicio un poco tonto, lo sé, pero es muy divertido, y en el autobús se pasa el rato divinamente con él. Es lingüística ficción, sí, pero tiene su base real, como las novelas de Julio Verne. Así que ya le he encontrado una explicación a tantas contradicciones, a tanto caos: cómo no con una lengua en la que hay dirección pero no hay sentido: la misma palabra para hola y para adiós, para saludar y para despedir, para traer y para llevar, para por y para para (bueno, casi), para ir y para venir.
Éste es un país grande, no sé si más romano que hérulo u ostrogodo (en los grandes imperios pasa así, también en la lengua: las esencias se conservan mejor en las provincias que en la metrópoli), que mejor que ninguno sabe sobreponerse a sus dirigentes y a sí mismo y sus miserias también. Hoy celebra (la gente sí: los chinos se han hartado de vender banderas) 150 años de una casa y casi de una lengua, que nacieron Dios sabe cuándo: